Los lutos invisibles

Hace ya unas semanas que me pregunto en qué país vivo. Probablemente el que esté mal sea yo, pues por más que hago esfuerzos por entender ya no lo que sucede, sino siquiera lo que no sucede, lo que me queda es una rara sensación de irrealidad, muy común en los sueños más disparatados. Es como si viniera llegando a un velorio donde la gente baila, canta y se divierte cual si fuese una fiesta de cumpleaños, pero en vez de pastel hay un gran ataúd. O, si he de ser un poco menos inexacto, hay más de 20 mil cajas de muerto. Y eso según las cuentas oficiales, que hasta donde sabemos son tan dignas de crédito como el horóscopo. Por eso tengo una pregunta suelta: ¿estábamos de luto o son mis nervios?

Solo en este país están muriendo 27 personas por hora, la mayoría de ellas en total soledad. En esos mismos 60 minutos se contagia algo menos de un cuarto de millar, y esto apenas en cuentas optimistas. Nada más enterarse cada uno se sabe peor que solo: apestado, intocable, invisible. Si en los días que siguen a un terremoto asistimos a grandes despliegues de solidaridad, la cuarentena es un toque de queda. Nadie puede saber lo que sucede afuera, y no pocos prefieren que sea así. Hay algo primigenio en el miedo al contagio que es más potente que el razonamiento, y desde luego que la buena conciencia. Verte como el origen de ese miedo, y de paso temerte responsable por la probable suerte de tus allegados, es una bienvenida miserable a un mundo diferente al de los vivos que tiene más de infierno que de limbo.

Uno creería que en el país que ocupa el tercer lugar mundial en muertes por covid-19 hay una gran conciencia del problema y por supuesto apenas se habla de otra cosa, puesto que no cabría otra conversación que aquella referente a la hecatombe en marcha, pero la realidad peca de inconsecuente. Hay tantos temas en la agenda pública —algunos francamente prescindibles, cuando no desdeñosos de la inteligencia— que hasta podría asumirse que el gran problema está en vías de solución, cuando hasta hoy no ha hecho sino empeorar.

¿Y no es en esta clase de emergencias que todo lo demás pasa a segundo plano y lo único importante es salvar vidas, respaldar a los deudos, hacer visibles sus tribulaciones? Hoy que los biempensantes son tan elocuentes y se llenan la boca hablando de empatía, igualdad y calidad humana, no estaría de sobra preguntarles qué diablos puede ser más importante que tantos infelices muriéndose solos (la mayoría tan pobres que virtualmente nadie hablará de ellos, mientras la agenda pública le da la espalda al tema alegremente).

Cuentan que quienes saltan del puente Golden Gate lo hacen siempre del lado luminoso, que mira a la ciudad y no al vacío oscuro, puesto que ni los mismos suicidas soportan el pavor de abandonar el mundo por la puerta trasera. Añadamos algunos cientos de horas de dolor y zozobra y veremos al menos un fragmento del calvario por el que ahora pasan quienes serán difuntos en los días que vienen, cuyo dolor tampoco es suficiente para librarlos de ser invisibles y morir en el lado erróneo del puente: donde no está la luz sino la nada.

Se antoja imaginar, en estas situaciones, el juicio del futuro. ¿Qué dirán de nosotros, de aquí a unos cuántos años, quienes miren atrás y descubran que en medio de una de las más grandes tragedias de la historia nuestras preocupaciones tenían que ver con fruslerías y frivolidades a las que nadie tiene tiempo de atender durante una emergencia planetaria? Recuerdo, de hace unos pocos días, la imagen de una pobre mujer que esperaba sentada en la banqueta de un hospital a recibir el cadáver de su hijo. Sola, a espaldas del mundo, con su emergencia convertida en luto. Si eso no es importante, o no termina de lucir conveniente, que nos lleve el demonio de una vez. 

Este artículo fue publicado en Milenio el 20 de junio de 2020, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.

Foto:

https://www.efe.com/efe/usa/mexico/mexico-supera-el-millar-de-muertos-y-acumula-11-633-contagios-por-covid-19/50000100-4229557

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