Nunca antes había usado un cubrebocas. Creía, en mi ignorancia, que era cosa de gente paranoica, pese a haber sido un tiempo motociclista y estar al tanto de la clase de porquería que se respira en las ciudades grandes. “No me veo con una de esas cosas”, dice uno, por hacerse perdonar, y sin querer delata una coquetería escondidiza: no se gusta a sí mismo con la boca tapada. O no cree que el tapujo profiláctico haga juego con su desenfadado carácter. O tiene una idea altiva de su imagen y no quisiera hacerla desmerecer. O teme que le pierdan el respeto. ¿No será que se siente tantito menos hombre?
Los discursos de Hitler se mecanografiaban con un tipo especialmente grande, para que el líder pudiera leerlos sin tener que usar lentes delante de la masa y acreditar con ello una debilidad acaso vergonzosa para quien había hecho su carrera sobre el mito de la superioridad racial. Como el palurdo acomplejado que era, no podía el tirano de tiranos admitir algo así como un lado flaco. ¿Alguien se lo imagina usando un cubrebocas?
El problema con ciertos estereotipos está en que son erróneos desde su mismo origen. Esa idea decrépita de que los cubrebocas son para quienes temen contagiarse ya tendría que haber caído por su peso —o al menos por el peso de cuatro centenares de miles de muertos— pero a juzgar por la actitud chulesca de los perdonavidas que a estas alturas van y vienen sin él con aires de gamberro, vale creer que no se han enterado de que hace tiempo envían el mensaje incorrecto. Lejos de transmitirnos su bravura, nos comunican su escasez de escrúpulos. El punto no es que les preocupe poco o nada contraer ese virus hoy omnipresente, sino que en realidad les viene guanga la posibilidad de contagiarnos y no creen necesario taparle el ojo al macho, aunque fuera en el nombre del respeto. Habría dicho mi madre, siempre atenta a las formas, que tal es el problema de tener que tratar con gente majadera.
Dudo mucho que el tema de la hombría pueda relacionarse con la falta de miedo a morir, puesto que en ese caso tendría que dar por hombres a cantidad de mujeres valientes, pero me queda claro que más de un cobardón no siente el menor miedo por matar, mientras lo pueda hacer sin enterarse, o sin reconocer que se ha enterado, o por algún capricho del azar, y esto le signifique cierta tranquilidad. ¿Qué decir de uno de esos maridos homicidas que contrajeron por ahí el VIH y contagiaron luego a su inocente cónyuge? ¿Fueron muy hombres por no usar un condón, además de cobardes inescrupulosos, traidores despreciables y negligentes criminales? Ahora vamos a los números.
No sabemos que tan posible sea contraer el covid-19 en uno u otro ambiente, pero se entiende que una vez infectado, tiene uno poco menos del 90 por ciento de probabilidades de sobrevivir. Cada nuevo contagio, visto así, equivale a uno de 10 boletos para la rifa de un final fatal. La misma probabilidad que enfrentará quien inicie una ronda de ruleta rusa insertando una bala solitaria en un revólver con 10 recámaras. No se puede decir en este caso, como fue en los primeros años del VIH, que quien te pegó el virus te enviará al camposanto, pero sí que te ha hecho el dudoso favor de empujarte a jugar a la ruleta rusa. A ti y a sabrá el diablo cuántos más. “¡No pasa nada!”, le gustaba burlarse. “¿Cómo iba yo a saberlo?”, se justificará, como si su ignorancia de macho testarudo y terminante fuese un salvoconducto a la inocencia.
Para ser muy sincero, los cubrebocas siguen sin gustarme, pero si me los pongo es porque mucho menos me gusta que se asuma que soy un majadero a quien le importa un pito la salud de quien sea, empezando por la más vieja de su casa. Porque en última instancia una cosa es no tener covid… y otra muy diferente no tener ni tantita educación.
Este artículo fue publicado en Milenio el 13 de junio de 2020, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.
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