La era oscurantista

Una de las tragedias más evidentes de estos tiempos está precisamente en que las evidencias se han vuelto relativas. Si cada quien es libre de creer lo que le dé la gana y propagar las creencias que mejor le convengan, por más clara que sea su falsedad, poco espacio le queda al conocimiento para llamarse tal en medio de esta ola de ignorancia supina y a menudo perversa cuyo final se antoja catastrófico. Tendría que ser motivo de risa que la gente se tome la molestia de discutir creencias tan idiotas como las que aseguran que el planeta es plano —como su nombre lo indica, dirán— o las vacunas sirven para maldita la cosa, pero el precio a pagar por negar lo evidente resulta mucho menos gracioso que funesto.

Les pasa a los borrachos, que apenas si recuerdan haber bebido todo lo que bebieron y ninguna evidencia parecería bastarles, empezando por su notorio estado. Curiosamente, nunca la humanidad tuvo a la mano tantas pruebas fehacientes de cuando dice y hace: si una seguridad puede tener quien sale hoy a la calle, es que sus movimientos quedarán registrados por incontables cámaras de video. Y si se trata de una persona pública, pocas de sus palabras se librarán de ser grabadas y reproducidas sin el menor control imaginable. Solamente YouTube almacena ya cerca de mil millones de horas y se estima que cada nuevo día se le suma otro medio millón: 57 años en 24 horas. ¿Qué no cabe en tamaño maremágnum?

Si, como dice el dicho, a las palabras se las lleva el viento, al video de ayer lo sepulta el de hoy. Nunca antes las palabras fueron tan ligeras, ni tan cínicos quienes las pronuncian. Está todo grabado, pero eso a quién le importa. O así al menos lo ven quienes se contradicen día tras día y esperan, para colmo con razón, que todo sea olvidado en unas horas. O mejor: suplantado por nuevas “evidencias” que no evidencian más que su propia falsedad, pero ya hemos quedado en que eso es relativo y depende de si nos gusta o no.

Cada día que pasa, en las redes sociales menudean las pruebas de las mentiras y contradicciones en que incurren ciertas personas públicas, sin por ello verse comprometidas a realizar aclaración alguna. Si acaso, hay quienes dicen que les han editado la grabación, o bien han sido malinterpretados, aun y en especial si en su momento fueron claros y categóricos y no queda el menor lugar a dudas. Pues las dudas, ya vemos, caben en cualquier parte que uno quiera insertarlas y nunca falta quien las tome en cuenta, sobre todo si así conviene a sus creencias.

¿No era en el medioevo —y todavía en tiempos de la Inquisición— que la creencia pesaba más que la ciencia? ¿Cómo es que a estas alturas, cuando la gente cruza volando los océanos y la información tarda fracciones de segundo en dar la vuelta al mundo, crece el poder de la superstición y menudea la gente acomplejada para quien sus creencias han de ser sagradas y la ciencia resulta irrelevante? Hoy en día es más fácil cuestionar los fundamentos de la medicina que atreverse a dudar de la palabra de un predicador. Y no es que nos hayamos vuelto respetuosos, sino que en el imperio de la ignorancia nos pesa más el miedo que la duda.

La ignorancia es violenta e irascible, pero también chillona y chantajista. Un día nos golpea y al otro nos denuncia, sin requerir para ello ciencia ni evidencia. ¿Qué más prueba requieren los palurdos de sus dichos, sino sus dichos mismos? ¿Por qué titubearían al decir lo que sea, si son de por sí inmunes a la equivocación? Aun si efectivamente se equivocaran, ¿por qué habían de responsabilizarse, con lo poco que pesa una evidencia? ¿Y quién, cuya ignorancia sea evidente, aceptará una prueba en tal sentido, con lo fácil que es hoy “probar” justo lo opuesto?

Este artículo fue publicado en Milenio el 30 de mayo de 2020, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.

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