Hablemos del futuro. Parece un tema incómodo, pero más lo será si hoy le damos la espalda. Poco sabemos de él, a qué negarlo, y sin embargo ya lo estamos construyendo en nuestras respectivas madrigueras, no necesariamente a nuestro gusto y quién sabe si no a nuestro pesar. Más que a pandemias o a finanzas públicas, me refiero a esas horas insufribles que de repente sacan lo peor de uno, para colmo delante de esos extraños súbitos a los que llama suyos.
No hace falta una bola de cristal para tener en cuenta que dos, tres o inclusive más meses de confinamiento traerán detrás un gran oleaje de divorcios, si quienes antes sólo dormían juntos y de alguna manera se sobrellevaban hoy se gastan el día completo en repelerse. No dudo que haya muchos que se quieran y hasta se requieran, sólo que en el encierro y a merced de la angustia por todos fomentada nadie está muy consciente de lo que dice y hace, como en esos reality shows cuyos participantes, al paso de los días, son pasto fácil de temores y humores que nunca antes habían experimentado, o no con semejante intensidad, y toca a los demás lidiar con ellos.
“Quien no se ocupa de estar naciendo se ocupa de estar muriendo”, reza la vieja canción de Bob Dylan, y tal es el dilema del confinamiento. Hace unos pocos días recibí un correo promocional donde se preguntaba a los destinatarios si de casualidad llevaban varios días con la misma ropa, comían chocolates con avidez de náufrago o pasaban las horas aplastados en el sillón de su preferencia. ¿Vivían, pues, la vida, o eran en una de éstas “vividos” por ella?
El encierro forzoso, azuzado por trampas esperpénticas como el pánico y el abatimiento, trae por fuerza consigo cierta erosión de la propia confianza. Nos vemos arrastrados por alguna recóndita resaca emocional frente a cuyo poder no somos más que meras partículas de plancton que un día están aquí y al siguiente quién sabe, o cuando menos eso es lo que se temen aquellos desdichados que no logran hallar mejor salida que abandonarse al victimismo y la autocompasión. Un traspiés nada raro cuando se ha de encarar a unos demonios íntimos que hasta hace poco tiempo sabían esconderse, o en el peor de los casos alternarse, y hoy resulta que se han apandillado para minarle a uno las certezas y echarle en brazos de la histeria cruda.
Mucho se habla hoy en día —no pocas veces con un sospechoso tufo colectivista— de los estragos de la desigualdad. Imaginemos ahora qué tan disparejas serán de aquí a tres meses las oportunidades de quien haya logrado conservar —y por qué no, de paso, incrementar— su confianza en las propias capacidades, frente a las de un gentío flagelado a toda hora por la incertidumbre, aclimatado a la desesperanza y para colmo blanco de un fuego amigo que muy probablemente alimentaron sin así proponérselo, en la comodidad de su hogar.
No por fuerza la violencia doméstica se manifiesta en golpes y amenazas. Quien haya padecido o fomentado el peso del silencio o el filo del sarcasmo sabe que no hace falta levantar una mano para multiplicar la hostilidad y abrir una filial del purgatorio, especialmente ahora que no hay ruta de escape y de pronto tampoco en quién confiar —a menudo empezando por el espectro ignoto que inadvertidamente nos habita.
No va a ninguna parte quien ha dejado ir la fe en sí mismo, así tenga la suerte de su lado y salga indemne de una gran catástrofe. En un país por muchos años habituado a esperar del Estado y sus pilmamas la solución a todos los problemas, no es moneda corriente la confianza en las propias capacidades, si bien tampoco suena verosímil la idea de una patria de pusilánimes. Una vez agotados los días del horror, no quedará otra opción que enfrentar el futuro con la actitud que ahora estamos incubando. Más nos valdrá que no sea el desaliento.
Este artículo fue publicado en Milenio el 04 de abril de 2020, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.
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