Son palabras tajantes, ceremoniosas, afectadas, culteranas, hiperbólicas, solemnes y grandilocuentes, cuando no puntiagudas, flamígeras, vibrantes, furibundas e inflexibles, pero ni con tamaños atributos se libran de su inmensa vacuidad. Palabrones genéricos e intercambiables que oímos o leemos a toda hora, hoy día. Palabrería hueca, tramposa y efectista por la que con frecuencia discutimos, peleamos y nos enemistamos con quienes asimismo le conceden importancia litúrgica. Entre tantas rencillas concebibles, pocas hay tan ridículas como las que se libran entre eslóganes. Que es poco menos que un pleito de albures (en donde por lo menos queda espacio para el ingenio y la risa) con insufribles ínfulas de polémica.
Alumbrar un eslogan —tres o cuatro palabras con dotes adhesivas— supone un sacrificio del contenido en favor del efecto. Pensar binariamente, y de hecho no pensar más allá de ese mantra machacón que te invita a seguir una línea punteada. ¿Cómo es que los abuelos encontraban ya no digamos simpático, sino siquiera lógico que el eslogan tuviera que rimar para hacerse creer y recordar? ¿Y no es cierto que aún hoy abundan los versitos esperpénticos en la oferta de los partidos políticos? No acabo de entender la estrategia de dirigirse al público elector a la manera de una canción de Cri-Cri. ¿Se trata de votar por un payaso? ¿Y hace cuánto, a todo esto, que Casa Galván dejó de ser “donde más barato dan”?
“Te doy mi palabra”, se dice todavía, sin que ello garantice maldita la cosa porque lo que antes era deuda de honor hoy no pasa de fórmula cortés. Peor todavía en tiempos de elecciones. Si, como decía Hitler, la política consta de tres partes: propaganda, propaganda y propaganda, ya se entiende la clase de abyección de la que son objeto sus palabras, condenadas a gritar sin decir un balbuceo a modo de consigna. Es el lenguaje de las apariencias, pariente próximo de la tertulia pueblerina, donde más que empatía o reciprocidad se busca complacencia y conchabanza. Como en las seducciones menos escrupulosas, se trata de decir y repetir lo que ya sabe uno que el otro quiere oír. Por eso defendemos con enjundia de novio fanatizado la música de ciertas palabras seductoras y, ay, volátiles. Pero al fin pegajosas, igual que un pie de atleta.
La vida del político sería insoportable si, amén de hablar de todo y ante todos con la convicción férrea del cruzado, se tomara esas cosas tan a pecho como suele tomarse las encuestas. Y como las encuestas fatalmente se valen de palabras para ser aplicadas, va siendo sintomático el crecimiento de su margen de error. Múltiples, disparadas y contradictorias, las encuestas terminan funcionando como meros objetos arrojadizos. Nada muy contundente, apenas un despliegue de bravuconería y rivalidad fálica. La famosa botella con agua-de-riñón volando por las gradas del estadio.
Nunca, que yo recuerde, la cercanía de un Mundial de Futbol había resultado tan reconfortante. Comparadas con la palabrería electorera, las discusiones bizantinas de los aficionados —¿y quién no lo es, por unos cuantos días?— me parecen de pronto sesudas y profundas, además de amigables y pacíficas. Fuera de ahí, no se habla más que a gritos. Es decir, a pedradas, juzgando apenas por peso y tamaño. A espaldas del cerebro, que en estas situaciones se hace el sueco y se mueve de la escena. Seguro hace más falta para ver el futbol.
Nunca antes fue tan fácil ser fanático, ni tuvo tanto crédito la superstición. Corren, diría Brecht, malos tiempos para la lírica. En las redes sociales casi nada consigue pasar por relevante si no contiene el lastre electorero. La gente se disputa la palabra con la autoridad mística de quien sabe algo más que sus congéneres. Si en otros tiempos te soltaban al perro, hoy sacan una encuesta y te la echan encima para que se devore tu buen nombre. ¿Cómo, no traes tus datos a la mano? ¿Quién sale en estos días a la calle sin una encuesta con qué defenderse?
Antes, por la mañana, solía yo leer a ciertos columnistas. Hoy solamente leo las columnas que no amenazan con estropearme el día. Por más que uno se quiera equilibrado y se diga en pleno uso de razón, hace falta un atlético acopio de templanza para no contagiarse de tanta incertidumbre pendenciera, ahí donde las palabras son todas relativas y hasta las mismas cifras pecan de ambivalentes.
No acostumbra el idilio sobrevivir al desprestigio de las palabras. Esto de que sean todas equivalentes y ninguna genuina tiende a crear desconfianza en los enamorados y en un descuido les hace pensar. Práctica odiosa para el apasionado que se envanece de pensar con las vísceras. Es decir sin palabras, ni por tanto razones del menor peso. Para qué, si podemos entendernos a eslóganes.
Este artículo fue publicado en Milenio el 26 de mayo de 2018, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.