El personaje no se anda con cuentos. “Me gusta la loquera, balaceras y las putas”, rapea QBA (Cuba, se pronuncia) en uno de sus celebrados videoclips. Y por si hubiera dudas, en otro de ellos tira su choro sincopado, repleto de las mismas amenazas y fanfarronerías que suelen ser moneda corriente en el género, al tiempo que lo vemos arrastrar por el suelo, rociar de gasolina y prender fuego a un hombre maniatado y ensangrentado.
La compañía disquera justifica el horror alegando que todo ha sido una “recreación artística”. Año y medio más tarde, el artista (née Christian Omar Palma Gutiérrez) cae preso y acaba confesando que en realidad divide sus talentos entre el rap y la disolución de cuerpos en ácido sulfúrico, al servicio del cártel más poderoso de México. Un quehacer, este último, por el que cobra un sueldo de 3 mil pesos a la semana.
Lo verdaderamente escalofriante no es que existan raperos que asesinan, sino asesinos que rapean, valga decir, en horas de trabajo. Espeluzna, de paso, enterarse de los 125 mil de suscriptores que registra la cuenta de YouTube del artista sociópata, cuya abultada foja de servicios lo acredita como asaltante, traficante y sicario, entre tantas faenas mal pagadas. El colmo, sin embargo, es que haya quien encuentre natural promover un producto con tamañas imágenes y esgrimir la coartada de la expresión artística. ¿Debo entender entonces que si cualquier día de estos aparece el video de un psicópata estuprando bebés o torturando niñas mientras baila y entona un hip-hop alusivo, le asiste al productor y sus secuaces el sagrado derecho a la expresión artística?
Lo cómodo del rap es que no exige grandes acrobacias vocales. “Sé que no valgo nada”, rapea el joven QBA, y no es que ande muy lejos de la realidad, pero tal es también su fortaleza. El matón callejero te recuerda que no vale nada para que no te olvides de que es capaz de todo. Menos, cabe aclarar, de cultivar más artes que el bandolerismo.
Wikipedia, no obstante, opina diferente. Al día de hoy, la página refiere que el disco debut de QBA “resivió (sic) gran apoyo de sus seguidores” e incluye la noticia de su arresto en un inciso eufemísticamente intitulado Problemas legales. Ahí mismo, el anónimo redactor informa que “estudiantes y organizaciones civiles cuestionan la veracidad de la investigación” y alude a numerosos comentarios que señalan a QBA como chivo expiatorio.
Suena bien: “No he podido regresar a la chamba por problemas legales”. Nada del otro mundo, homicidio, secuestro, inhumación clandestina, recreadas luego en sendos videoclips. Imágenes que van y vienen por YouTube sin que parezca extraño, ni atroz, ni pernicioso semejante espectáculo de indiferencia por el dolor ajeno. Quiere el protagonista que su víctima sea no más que un bulto de carne con hueso que eventualmente mueve las manitas y de cuyo destino nadie duda, porque es como si ya fuera cadáver. ¿Importaría añadir, como curiosidad, que la muerte por fuego se cuenta entre los peores suplicios imaginables? Si otros matan con saña y resentimiento, éste lo hace cantando, como quien barre el polvo del zaguán. Pues si él no vale nada y así lo reconoce, ¿que podrían valer, a su ligero juicio, las frágiles cabezas, o las extremidades, o las familias mismas de quien dijo el patrón que son sus enemigos?
Asusta por igual a gazmoños y cándidos que la venta de drogas ilegales pudiera convertirse en negocio legítimo, mas no parece quitarles el sueño que la única ley hoy por hoy inviolable, así como el negocio más jugoso del mundo, sean propiedad de gente inenarrablemente sanguinaria para la cual no hay derecho que valga. Tanto así que se acepta, e incluso se celebra a ritmo de hip-hop, la prescripción gradual de los escrúpulos y la relativización de la crueldad. Si esto fuera política —y a menudo se presta para serlo— ya hablaríamos de colaboracionismo.
Algo funciona mal, por decir poco, ahí donde un auténtico matón alcanza el estrellato a fuerza de recrear sus propios crímenes. Pruebe, quien sienta el morbo, a rastrear en la red el nombre del famoso pozolero —“pozolear”, he ahí un verbo escalofriante—, y encontrará la explosiva noticia referida en idiomas y medios incontables. Encontrará también, contra todo pronóstico del sentido común, que el video de marras sigue ahí, supone uno que a nombre de la expresión artística. ¿Será que si un día de estos me hago secuestrador y me da por rapear la nota de rescate y subirla a YouTube, haré mío ese atenuante tan coqueto de la búsqueda estética?
Charles Manson estaría fascinado; no en balde reclamaba el estatus de artista, era impermeable al arrepentimiento y tenía virtualmente a sus pies a toda una legión de pobres diablos indiferentes a sus problemas legales. Una cosa de nada, tal parece.
Este artículo fue publicado en Milenio el 28 de abril de 2018, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.