La broma consistía en levantarse todos juntos en torno al nuevo alumno, haciendo escandalosos aspavientos por un supuesto tufo insoportable, mismo que el debutante no alcanzaba a olisquear pero ya se paraba con los otros y se lucía con su cara de fuchi, no fuera a sospecharse que el apestoso era él. Un minuto más tarde, se repetía la escena y el nuevo alumno igual pegaba un brinco, tapándose las napias y arrugando la cara cual príncipe caído en una cloaca. Para la cuarta vez ya todos señalaban hacia el infeliz, torcidos de la risa, mas no por flatulento sino por borreguil. ¿Quién iba a respetarte, en adelante, luego de verte haciéndote el asqueado para no quedar mal con el rebaño?
Las náuseas elocuentes son siempre chantajistas. Acepta uno que en gustos se rompan géneros, pero halla escandaloso que sus ascos no sean concluyentes. Más todavía si son náuseas morales, de forma que el solo hecho de no compartirlas sea ya una suciedad imperdonable. Y por qué no, un motivo cumplido de segregación. Lejos de limitarse a subrayar sus diferencias con la conducta o la opinión ajenas, el asqueado moral se esmera en exhibir la repulsión que, jura, le provoca inmundicia semejante. ¿Y qué va uno a decir, después de esas arcadas protagónicas? “¿Pues fíjate que a mí sí me gusta la mierda?”.
Lo más común en estos desencuentros es que los adversarios terminen compitiendo por ser los más basqueados. Pues no se trata ya de un desacuerdo, como de una cruzada contra esa porquería repugnante que el otro, por lo visto, no alcanza a percibir. ¿Será que no la huele, o que le gusta? El asqueado moral lleva ventaja desde que se levanta con la cara arrugada por la expresión de ideas que, en su opinión, apestan. Pero como la peste no es cosa de opinión, exige el chantajista que vomitemos todos al unísono, so pena de quedar como apestosos. ¿Y no es así, achacando un hedor insoportable a opiniones, creencias, razas o costumbres ajenas, que el odio irracional se disemina?
Hitler hizo del asco un espectáculo. Sus náuseas contagiosas no dejaban lugar a la imparcialidad, quedaba solamente vomitar después de él o declararse amigo del estiércol. Hoy día consideramos el racismo “apestoso”, y es así que acabamos, igual que los racistas, con la nariz tapada por causa de una falsa pestilencia. Contra lo que quisiera más de un inquisidor, no se hallan en los libros los pedos del demonio. Hay ideas estúpidas, tramposas, corruptas o malévolas, pero de ahí a tacharlas de asquerosas media un trecho entre púlpito y patíbulo. Segregar o aplastar a quien las manifiesta parecería ya no represión, sino estrictas labores sanitarias. Limpieza moral, ¿cierto?
Todos tenemos una lista negra. Gente que, acá entre nos, considera uno plancton repulsivo, mas no por ello sale a fumigarla, ni se revuelve de asco en su presencia. Pues la náusea moral es ante todo histriónica, su talento es la insidia y su técnica la exageración. Se trata de ahuyentar al adversario, a fuerza de abundar en aquellos presuntos atributos fecales que a partir de ese punto le harán impresentable como un retrete desatendido. Nadie que le tolere o favorezca se librará de ser la-misma-mierda y sumarse a la lista negra de la aldea.
Endosar a personas, ideas o costumbres el atributo ruin de la pestilencia es confirmar que Goebbels y Streicher, asqueados explosivos y desmedidos, no vivieron en vano. ¿Y qué decir del asco aparatoso que sacude a los puros de ocasión ante las putas y su trapicheo? No hay argumento sólido contra la higiene, por eso nadie escucha al apestado. Todo aquello que salga de su boca acusará intenciones nauseabundas y componendas sucias como el culo del diablo. Mistificar el tema, de manera que el tufo de la mierda se confunda con el del azufre, es otra vía eficaz para cortar de tajo la discusión. ¿Pues quién más que el señor de la cola y los cuernos podría estar detrás de tanta cochinada? De ahí a encender la hoguera limpiadora no hay más que un par de arcadas al unísono.
La tragedia de la náusea moral está en que es relativa, persignada y, ay, le falta olfato. Su destino es tomar víbora por langosta, dado que no se funda en la razón como en el fanatismo, la insidia o la aquiescencia. Nadie quiere pelear contra un asqueado, cuya aversión teatral es atropello impune y calumnia triunfante. No valen ya razones ni certezas ahí donde se ha instalado la repugnancia y a cada quien le toca taparse la nariz en solidaridad con la primera basca, no-sea-que-luego-digan-que-es-uno-el-maloliente. ¿Cómo no iba a querer el odio al asco, si es su mejor amigo imaginario?
Este artículo fue publicado en Milenio el 24 de marzo de 2018, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL
Hi great reading yoour post
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