Hablando de mujeres

Nunca creí que fueran sexo débil, ni he asumido jamás el compromiso ingenuo de ser más fuerte que ellas. Vamos, la mera idea de verme en el lugar de mi madre o mis abuelas —peor todavía, en sus tiempos— me suena aterradora de por sí. ¿Y cómo no, si desde muy pequeño las vi como heroínas y aún ahora me sostengo en su ejemplo cada vez que flaquea mi guanga voluntad?

Mentiría como un zafio majadero si dijera que las admiro a todas: uno de esos cumplidos inservibles que hablan de ligereza y menosprecio, como ocurre con tantos halagos de ocasión. Creo, eso sí, que son ellas quienes te cambian la vida. Quienes te hacen mirarte del tamaño que eres y te evitan la pena de dar alas a tu insignificancia. ¿Qué es el machismo, al fin, sino la soledad del impotente?

Como tantas de sus contemporáneas, la madre de mi padre sobrevivió en silencio al patriarcado. Lo cual significaba cargar sobre sus hombros con la familia entera sin aspirar al menor reconocimiento. Si mi abuelo sabía gozar del buen cognac, ella ahorraba hasta la última morralla para hacerse con una nueva lavadora, y una vez que reunía la cantidad precisa se la daba al marido para que fuera él quien se luciera a la hora de pagar. Cuestión de orgullo, claro. Esa falsa virtud tan masculina.

A mi abuela materna la recuerdo invirtiendo un par de horas diarias en atender las necesidades de sus diez, doce, quince canarios. Piaba junto a ellos, se solazaba hablándoles al oído, pues tal era su premio por criar a dos hijos —viuda joven— sin otro apoyo que el de su trabajo, cuando la gente bien veía mal a una mujer que no era estrictamente ama de casa. Y no es que no lo fuera, si de hecho lo era todo al mismo tiempo, pero suyo nunca fue la jactancia.

Imposible olvidar la tarde en las butacas del cine Olimpia, cuando algún pobre diablo se arrimó a acariciar a mi mamá y se llevó una felpa memorable. “¡Estúpido, infeliz, baboso, idiota!“, lo vapuleaba ella, con el bolso como arma contundente. ¿Qué te hizo ese señor?”, salté, muy asustado, desde mis ocho perplejos añitos. “Nada, quería robarme”, mintió ella, como siempre al cuidado de mi sacro candor, y nunca más volvió a tocar el tema.

“Hombre tenías que ser, no puedes pensar en dos cosas al mismo tiempo”, meneaba la cabeza, comprensiva, la autora de mis días, pero no me importaba porque ya sabía yo que, en caso de emergencia, no había memoria más alerta que la suya. Nunca, que yo recuerde, dio por buena la compasión de nadie, ni contó de antemano con más recursos que los propios. “¡Sólo eso me faltaba!”, murmuraba si acaso un frustrado mandón pretendía darle órdenes, y no pude por menos de expropiar su carácter, de modo que a la fecha mi fuerza es aún la suya. No soy yo, sino ella quien planta cara ante la adversidad, e igual será por eso que el triste Club de Tobi me parece aburrido y asfixiante.

Ciertamente puedo vivir sin ellas, y de hecho lo logré por unos pocos años, si es que a aquella miseria voluntariosa valía llamarla vida de verdad. Lejos de las mujeres puede uno disfrutar de licencias tan amplias como la de escarbarse la nariz la tarde entera o pasarse las noches en vela, divagando a placer en torno a nada. “No necesito a nadie”, bravuconeaba ante la soledad. Soslayaba, de paso, urgencias apremiantes como la de tener a quien hacer reír, soñar y sonreír, e invertir en el trance mis mejores empeños.

Trabajo casi siempre con mujeres. Por regla general, suelo encontrarlas más confiables que los hombres, acaso porque desde muy pequeñas han de enfrentar obstáculos imbéciles que terminaron por fortalecerlas. Nadie que luche a diario en contra de prejuicios milenarios precisa de los músculos ajenos, mas no por eso pienso renunciar al placer exquisito de practicar la caballerosidad y transformarme en siervo del antojo ajeno. Ya sé que pueden solas, de pronto más que yo, pero me hace ilusión que aprecien el tributo de quien no busca sino su aprobación.

Sé cuando algo hago bien porque tengo delante los ojos hechiceros de una hermosa mujer a la que amo con todo el corazón. Entiendo que me estoy equivocando siempre que miro en ellos esa condescendencia atribulada y a veces divertida que indica que ella viene cuando yo apenas voy. ¿Cuándo voy a aprender? Pero ahí está la gracia de saber que ella es sabia y yo atrabancado. Cierto que hay otras torpes y destestables, así como otros brutos y acomplejados, pero a la mía la admiro sin medida y me declaro suyo sin reserva. Qué voy a hacerle, pues, si ella es la fuerte.

Este artículo fue publicado en Milenio el 17 de marzo de 2018, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL

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