Uno se siente libre de fascismo hasta que algo le cuentan del justiciero anónimo que le dio tres plomazos al asaltante de algún microbús. Se lo buscó, ¿no es cierto? Así aprenderán otros, opina el optimista. Y sin embargo cuesta celebrarlo. No sin razón teme uno que al ponerse del lado del matón solitario estaría firmando su conformidad con la ley de la selva. ¿O es que alguien me asegura que el vengador sin nombre sabe muy bien lo que hace y cualquier otro día no seré yo el cadáver? ¿Debería tal vez el código penal castigar los asaltos con un tiro en la sien, tras un juicio sumario y un breve papeleo? ¿Por qué lo inaceptable en la justicia y sus múltiples brazos ejecutores —que en alguna medida, cuando menos, han de ceñirse a la legalidad— es digno de festejo en un desconocido que no responde más que a sus impulsos?
Ahora bien, si Mengano empistolado difícilmente juzgará con frialdad antes de darle tres jalones al gatillo, hay que ver el nivel de aturdimiento del que es capaz toda una multitud a la hora de cebarse en el par de infelices de quienes se rumoran iniquidades graves, mas todavía menores que el acto de quemar en grupo a un semejante. Pues aun si yo comiera niños al carbón, me permito dudar que una horda de verdugos entusiastas tenga la más remota autoridad para darme el castigo que merezco. ¿Quién le explica a la masa golosa de revancha si soy yo el criminal o sólo me parezco, a partir de evidencias comprobables?
Hasta donde es posible procurarla sin quebrar nuestras normas de convivencia, la justicia no es cosa de opinión. Y menos todavía podría ser perfecta, ni complacer a todos los airados. Doy por hecho que no hay justicia concebible para quien ha matado repetidamente. Y aún si lo intentáramos, a fuerza de aplicarle torturas indecibles a lo largo de años de saña pacientísima, ¿quién podría librarnos de compartir entonces alcances y calaña con el ajusticiado?
A menudo los jueces nos resultan odiosos, pero no es su papel buscar aplausos. No escasean, por cierto, los de juicio sesgado y acaso corruptible, como tampoco faltan abogados malandros, policías vendidos o fiscales ineptos, pero es todo lo que hay y a veces, no sin suerte, resulta suficiente. En ningún país del mundo hay unanimidad en la buena administración de la justicia, pero vociferar que son todos corruptos, malandros, ineptos y vendidos —y por tanto ilegítima su autoridad— es conceder razón a los linchadores, que muy poco razonan antes de hacer lo suyo.
Hay quienes hallan música en el verbo denunciar. Se ubica uno del lado de los justos siempre que hace eco de alguna denuncia; se consuela, de paso, por la indignación crónica que tantos atropellos le provocan. No es uno juez, ni se ha propuesto serlo, pero ya está juzgando de manera informal, a partir de las meras apariencias. Maldecimos al árbitro siempre que éste asegura haber visto otra cosa de la que creímos ver, pero ni modo de someterlo a voto, como querrían tantos merolicos que viven de azuzar la rabia ajena. No todo el que denuncia lo hace de buena fe, ni necesariamente le asiste la razón, y ya que ha denunciado tiene que someterse a los intríngulis de un sistema que a pocos satisface, pero es aún el único que vale y al que nos sometemos de común acuerdo. Fuera de ahí no queda más que la barbarie, y ésta acostumbra ser no solamente injusta sino cruel, enfermiza, errática y estúpida.
Recuerdo que una vez, al final de un partido de tenis especialmente largo y reñido, una buena señora opinó que, en justicia, el árbitro debió declarar un empate. ¿Es decir que, en el nombre de la buena conciencia, había que saltarse las reglas de un deporte que en ningún caso admite los empates? ¿Quién está cien por ciento de acuerdo con su prójimo en todo lo que es justo o injusto en esta vida?
Poca o ninguna duda le queda al que esto escribe de la clase de pillo impresentable que hoy por hoy está a cargo de la Casa Blanca, pero ocurre que su única esperanza más o menos congruente descansa en la pericia y la decencia del fiscal Robert Mueller y su equipo para encontrar aquello que los aficionados pensamos evidente, porque así lo creemos necesario. El hombre podrá ser un gran fascista, pero sólo el fascismo cree en atropellos justos. Es aún preferible que el peor de los granujas se salga con la suya antes que abrir la puerta a la ley de la selva y dejarnos a todos a merced del permanente estado de excepción que es la justicia en manos informales, donde juicio, denuncia y penitencia son un mismo esperpento, no por más taquillero menos criminal.
Este artículo fue publicado en Milenio el 24 de febrero de 2018, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL