En ascuas por las Pascuas

¿Cansados de villancicos? Contra lo que quisieran creer sus entusiastas, raramente el espíritu navideño nos llega por contagio. Abundan, además, quienes no ahorran palabras amargas para hacernos saber cuánto aborrecen estas fechas y hasta dónde lamentan no poder celebrarlas durmiendo sin parar de aquí hasta entrado enero. Debe de ser pesado sumarse a canturrear Campanas de Belén para quienes trabajan en un supermercado y día a día soportan ráfagas machaconas e imparables de los mismos jodidos villancicos, pero hay quienes afirman que el problema viene de más atrás. La Navidad es asunto de niños, y es a nuestra niñez que suele remitirnos.

En años escolares, las fiestas navideñas son una santa tregua. Hace ya cuatro meses que arrancó el nuevo curso y se acerca el examen semestral, sólo que esas y otras calamidades se borran del paisaje tras el primer amago de Jingle Bells. Los profesores aconsejan que estudies durante las vacaciones, pero tú sabes que eso no va a pasar. Quieres romper piñatas, salir a ver juguetes, gozar por dos semanas hechizadas de un mundo libre de aulas y pupitres. No siempre lo consigues, por supuesto, y acaso sea por esa frustración recurrente que más tarde, ya adulto, echas pestes en contra del viejo del costal.

Me queda la aguafiestas impresión de que la incidencia del espíritu navideño resulta inversamente proporcional a la cantidad de años que ha vivido el sujeto. Mientras unos esperan a Santa Claus, otros tienden a hacer corte de caja y han de enfrentar el déficit sentimental que esos cálculos suelen revelar. La edad adulta, aparte, no contempla una tregua navideña. Al contrario, los días se hacen cortos, menudean los asuntos desatendidos, el lavado se junta con el planchado. Toca hacer cantidad de gastos extraordinarios y no faltan los cobros que se posponen hasta el año siguiente. Para colmo de agobios, al vértigo anterior a Nochebuena lo reemplaza una calma panteonera que invita al precipicio existencial y favorece la autocompasión.

Dicho todo lo cual, y a riesgo de causar ceños fruncidos, debo reconocer que el viejo del costal me trató en su momento como un VIP. No recuerdo otro santo que me inspirara al menos una ínfima parte de la devoción ciega que le profesé. Si, como me temía en esos años, los demás auroleados estaban al corriente de mis faltas y podían leer en mis mentiras, al santo de los renos le bastaba una carta farisaica, repleta de patrañas y peticiones claramente inmerecidas, para otorgarme crédito irrestricto. ¿Qué otro santo sabía hacer lo suyo con tan irreprochable puntualidad? ¿Cómo era que tantos canonizados se exhibían padeciendo tormentos indecibles o presas de un arrobo calenturiento, mientras él no paraba de carcajearse? ¿Sabía de más patrones celestiales que eximieran a sus devotos del deber de rezarles? Lo que menos entiendo, en realidad, es que el culto pagano al bueno de Noel no sea declarado una herejía.

Las posadas también tenían lo suyo. A los niños nos daban luces de Bengala y una vela para la letanía: combinación potencialmente infame, si calentabas el alambre con la vela e ibas por la posada quemando a los incautos que estiraban los dedos para aceptarte una luz de Bengala. Pues si ya habías firmado y hecho llegar al Cielo una carta sobrada de mentiras, ¿qué te iba a detener para seguir probando que la tregua de invierno también paralizaba la justicia divina?

Alguna vez, con seis o siete años, vi a un par de cocineras degollar torpemente a un guajolote. La escena todavía me persigue, a modo de evidencia contra las marejadas de buena voluntad que en días como éstos juran inundarnos, y eventualmente me echa a perder la cena. Hace unos pocos días, fue aceptado por la Real Academia el término especismo, al cual define como una “creencia según la cual el ser humano es superior al resto de los animales, y por ello puede utilizarlos en beneficio propio”. Supe, desde que presencié aquella pavorosa degollina, que al final no era yo el único hipócrita. ¿Sería quizás por eso que el santo del costal me perdonaba tanta falsedad?

Poco antes de la cena en casa del abuelo, que acostumbraba ser aburridísima, mis padres me llevaban a repartir abrazos entre sus amistades. Cada año, de ese modo, conseguía yo ver a una niña de la que estaba enamorado como un becerro. Mejor aún, abrazarla, más sonrojado que papá Noel. Es decir que inclusive sin piñatas, vacaciones, regalos ni arbolito, la Navidad habría sido ya una ocasión segura de expectación y encanto. ¿Cómo explicar todo eso a quien insiste en verme cara de ñoño si me atrevo a desearle feliz Navidad? No negaré, al final, que es una fiesta ñoña, como lo fuimos tantos cuando aún no cometíamos el error apremiante de crecer.

Este artículo fue publicado en Milenio el 23 de diciembre de 2017, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.

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