No es porque me acomplejen, pero abruma mirarse entre tantos expertos politólogos. Están en todas partes, cada quien pertrechado por hipótesis férreas y profecías disímbolas que van desparramando por su entorno sin esperar siquiera a una provocación. Tampoco es que sea raro: sucede con frecuencia entre aficionados, cada uno se esmera en demostrar que sabe más que el otro del asunto que a un tiempo les une y enemista. Son, muy a su manera, especialistas, y en una de éstas resultarían confiables si no fuera porque toman partido, cuando no se hacen hinchas estridentes. Por lo demás, no son tiempos propicios para confiar en las certidumbres de nadie. Con o sin intención, la gente abre la boca y brota propaganda.
¿Mas cómo distinguir, entre tanto barullo, al auténtico experto del aficionado? ¿Y si fuera al fin de éstos y sus redes sociales, más que de aquéllos y sus doctorados, que dependiera tal apreciación? Todo experto es un árbitro natural, pero no solamente en este país la gente desconfía de los árbitros. Nos encanta, además, verlos equivocarse, y en un desliz tacharles de “vendidos” para fundamentar nuestra contrariedad y regatearle méritos al vencedor maldito. ¿Quién no ha probado ya la brisa deliciosa que recorre el ambiente cada vez que se sabe que por equis razón fallaron-los-expertos?
Siempre será más fácil guardar fidelidad a las propias creencias que a la verdad a secas. A saber si no parte de la desconfianza que inspiran los expertos y los árbitros tiene que ver con esa pretensión de neutralidad que, a juicio del fanático interior, resulta sospechosa y antipática. ¿Cómo es que el infeliz no tiene preferencias? Explíquenle eso al niño que llora a mares a media tribuna luego de ver goleado a su querido equipo. Toda ecuanimidad es pecado mortal allí donde gobiernan las pasiones y hasta al mismo contrario se le respeta más que a los de en medio. Gente que, en opinión de los exaltados, ni por su madre sacaría la cara.
Como suele pasar en las catástrofes, la proliferación de los expertos es directamente proporcional a la generalización de la incertidumbre. Como si una epidemia de comezón empujara a rascarnos los unos a los otros, pero ninguna dosis fuese suficiente. Esto del ejercicio democrático se parece a una de esas historias oscilantes cuyo autor no ha tenido la bondad de garantizar la victoria postrera de los héroes y el castigo ejemplar a los villanos. Luego de setenta años de vivir amarrados a la trama de una telenovela totalitaria donde nadie dudaba del desenlace, parece comprensible que más de un mexicano prefiera ser capaz de predecirlo con la serenidad de un mandamás. O, más exactamente, con el instinto alerta del cortesano.
Cuando las predicciones se derrumban, escribió Albert Camus, queda la profecía como única esperanza. Por eso, aún más que expertos, abundan los profetas de ocasión. Prueba de ello es que no se permiten dudar, como tendría que hacerlo cualquier profesional que se respete, y se ríen a su vez de las dudas ajenas hasta hacerlas lucir como supersticiones. Insondable en esencia, la profecía tiene sobre la ciencia la ventaja de no precisar pruebas, toda vez que su campo de trabajo tiene que ver con la fe y los milagros. ¿Quién, que implore y reciba un favor especial de la Providencia, osaría indagar sobre sus métodos? ¿Quién que se sienta cómodo practicando las puras virtudes teologales va a gastarse energía, tiempo y galanura en forcejear ya con las cardinales?
Como suele pasar entre los beatos, cuyos oídos han sido entrenados para escuchar no más de lo que creen a ciegas y rechazar el resto como obra del demonio, las campañas políticas nos van inmunizando contra la información que contradice nuestras expectativas. Una de dos, concluye el convencido, esos datos son poco relevantes o nada verdaderos. Hay quienes hacen de esto una cruzada fiera e invasiva, de forma que ni en sueños podamos ignorarles, pero otros perseguimos nada más que apagar la gritería y recobrar alguna paz mental, cosa muy complicada en días como éstos.
Detrás de cada profeta siempre hay un gran charlatán, pero no a todo el mundo le acomoda enterarse. Los creyentes se enojan de escuchar esas cosas, y la gente enojada dice cosas estúpidas, y las estupideces nos hacen enojar y proferir otras equivalentes, con la arrogancia de un experto acorralado y el autoritarismo de un árbitro vendido. Porque está uno vendido, en realidad, a esa rama de la politología barata que los conocedores llaman wishful thinking. ¿Y quién que se dé el gusto de pensar que el futuro confluirá plenamente con su antojo recibe de buen grado los augurios adversos, bravucones incluso, de quienes siguen otras estrellas en el cielo? Entre tantas certezas lapidarias, queda la duda incómoda de por qué nadie osa reconocer que, ¡sorpresa!, en realidad no sabe qué diablos va a pasar con la política, ni habrá experto que alcance para tranquilizarle.
Este artículo fue publicado en Milenio el 02 de junio de 2018, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.